Psicólogo Álvaro Tomás
top of page

El exceso de emociones negativas a nuestro alrededor aumenta la carga cognitiva


¿Quién no sabe que son los vampiros? Todos los conocemos. Han sido representados en la ficción en múltiples ocasiones y son reconocidos en los libros de historia mitológica popular desde tiempos inmemoriales. Estamos hablando de esos seres noctámbulos que acechan al ser humano en la oscuridad con la única finalidad de arrebatarles la vida mediante la succión de su sangre. Unos seres en unas ocasiones deformes y en otras, enmascarados con una sublime belleza capaz de enamorar. La extracción del vital líquido de sus víctimas es para ellos una necesidad para continuar vagando en la inmortalidad.


Ésta, sin embargo, y como hemos mencionado, es la descripción que se da a unos personajes mitológicos caracterizados desde la ficción y el saber popular. ¿Quiere decir esto que dichos entes no existan? Ni mucho menos. Éstos se dan, pero no con las connotaciones que todos hemos escuchado, aunque sí con algunas similitudes. En nuestro entorno, en nuestro vagar diario, nos encontramos con unos vampiros que nos arrebatan parte de nuestro bienestar, a veces sin percatarnos. No estamos hablando de seres de cuento de terror, sino de personas de carne y hueso a las que denominaremos “vampiros emocionales”.


A estas personas nos las encontramos en el trabajo, en el autobús, en la biblioteca, en casa e incluso nos las podemos encontrar en el mercado al ir a la compra. Estos vampiros, al igual que los de la mitología, succionan, en este caso la energía, de los que están a su alrededor mediante diversos mecanismos. Nos estamos refiriendo a esos individuos que en nuestro entorno se encuentran y que, por ejemplo, están continuamente quejándose, suspiran sin parar, van de un sitio a otro de la sala en la que estamos, nos muestran de forma incesante y repetitiva sus necesidades y dificultades o aquellos que nos dan a entender su apatía y resignación por vivir.


La necesidad de estas personas es gozar de un bienestar emocional que no poseen e intentan conseguirlo, de forma errónea, mediante la trasmisión de su estado a las personas de su entorno. Estos individuos conciben que su pesar se aliviara tras el relato del mismo a los demás, ya sea de manera verbal o fisiológica. Y esto, en cierto modo y para determinados sujetos, es efectivo teniendo como consecuencia el logro de su bienestar emocional y la no perturbación psicológica y energética del receptor. ¿Cuál es el error entonces? Que estos, a los que llamamos vampiros, se rebozan en su malestar no atendiendo ni analizando las consignas de los que les escuchan y persistiendo en sus rumiaciones. Se produce entonces un debacle de emociones entre el interlocutor y el receptor, sin saber al final quién necesitaba qué.


Jean-Jacques Rousseau ya testimonió su idea de que “el ser humano es bueno por naturaleza”. Este ideal nos lleva a querer ayudar al prójimo en situaciones en las que se pueda encontrar perdido. Pero el no saber ayudar y aun así, prestar auxilio conduce a este altruista sin conocimiento de causa a que posteriormente sea él quien necesite de un salvavidas emocional. Esas situaciones en las que no sabemos qué hacer para consolar y aun así consolamos de aquella manera; esas otras en las que nos preguntan y aun no sabiendo que decir, decimos; y como no, las más importantes aquí, aquellas veces que ponemos el hombro para llorar cuando somos nosotros los que estamos rotos de dolor.


Todo este altruismo natural del ser humano, mal gestionado en muchos casos, conlleva el que finalmente seamos nosotros como receptores los que captemos como parabólicas las emociones de los demás y las tomemos como nuestras. Todo se presta como un ciclo de energía magnética a modo de enlace iónico en el que una persona retira electrones positivos a otra, intercambiándole éstos por negativos. Nosotros que intentábamos “ayudar” al final salimos peor parados que el doliente principal.


También puede darse el caso, y de hecho se da, que aun no teniendo interés alguno por el estado emocional de una persona, ésta nos trasmita indirectamente su malestar. La psicofisiología ha estudiado durante años como el ser humano es capaz de trasmitir estados anímicos no solo verbalmente sino también, y por supuesto, con su fisionomía. ¿Quién no ha sentido cual era el estado de un amigo cuando lo hemos abrazado? ¿No sabemos si una persona está nerviosa o no cuando le tocamos las manos? Todos hemos sido partícipes de estos hechos. La sudoración, la respiración, las pulsaciones o el calor que sentimos durante el contacto mutuo son algunos indicadores del estado emocionales. Por otra parte, se encuentra el estudio de la comunicación no verbal, es decir, lo que la gente dice sin hablar. Si vemos venir a alguien de lejos, aunque no lo conozcamos, ¿podríamos deducir si esta alegre, enfadado, triste o eufórico? Por supuesto que podemos, y de hecho lo hacemos.


Pues todos estos indicadores, tanto los directos (habla), como los indirectos (variables psicofisiológicas y comunicación no verbal) son los que, aquellos a los que hemos denominado “vampiros emocionales”, utilizan para succionar nuestra energía positiva y descargar en nosotros su estado emocional. ¿Quiere decir todo esto que debemos apartar de nuestra vida a todas aquellas personas que detectemos como vampiros? Ni mucho menos. Tan solo hemos de trabajarnos la gestión de nuestras propias emociones para saber qué porcentaje de ellas son nuestras y, por el contrario, cuales las hemos cogido prestadas sin quererlo.


¿Seré yo, quizás, uno de esos vampiros emocionales?

Entradas destacadas

Vuelve pronto
Una vez que se publiquen entradas, las verás aquí.

Entradas recientes

Archivo

Buscar por tags

Síguenos

  • Facebook Basic Square
  • Twitter Basic Square
  • Google+ Basic Square
bottom of page