Psicólogo Álvaro Tomás
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El incendio de Atalayas: Duelo traumático en las familias


En la madrugada del pasado 1 de octubre, se produjo un incendio que, sin duda, ha marcado la memoria emocional de la población de la ciudad de Murcia y, muy probablemente, de muchas personas fuera de nuestro municipio. En este incendio han perdido la vida 13 jóvenes que, con el ánimo de pasar una noche festiva, divertida y agradable con amigos, acabo en desastre. La forma de morir, lo trágico del fallecimiento, la temprana edad de las víctimas, así como las ilegalidades que conforme avanzan los días están saliendo a la luz, son algunos de los elementos que mayor emotividad negativa despiertan en quienes seguimos este fatídico caso y, por supuesto, en los familiares y allegados.


La muerte de un ser querido en tan horribles condiciones lleva consigo la necesaria vivencia de una serie de situaciones que agudizan aun más el dolor que ya de por si se siente: la esperanza de que los desaparecidos estén vivos, la idea permanente de muerte y pérdida hasta el hallazgo del cuerpo, la espera para el rescate de los cuerpos, la identificación del cadáver y las condiciones del mismo a causa del incendio, y como no, el sensacionalismo mediático al que se expone a los familiares en los medios de comunicación, aunque bueno, ese es otro tema escabroso que trataré en otro artículo. No obstante, sí que diré que esta exposición no aporta más que el sumar más sufrimiento al que ya hay. Me cuesta integrar, como persona gregaria de mi sociedad que me considero, que la exposición del sufrimiento de la gente siga siendo noticia.


Cabe decir que, un proceso de duelo por el fallecimiento de un ser querido es algo natural a lo que el ser humano está expuesto. En palabras del psicólogo Antonio F. García-Atenza, un duelo es una transición normal, que le sucede a personas normales, en situaciones completamente anormales, como es la muerte de alguien con quien se tiene una vinculación emocional. En la elaboración de los procesos de duelo pueden darse una serie de condicionantes que pueden favorecer el alcance de la aceptación de la pérdida y la adaptación a la nueva vida sin ese ser, o condicionantes que promueven lo contrario, el mantenimiento cíclico en el sufrimiento entorno a las primeras fases del proceso, como son la negación, la ira o la depresión.


Según el psicólogo clínico Carlos Odriozola, hay tres elementos que pueden hacer de un duelo normalizado, una transición patológica, como pueden ser la pérdida de un ser querido por una muerte no deseada, temprana (o repentina) y no esperada. En el caso que expongo en este artículo, se podría deducir que se dan con claridad los tres elementos. Si a estos condicionantes, le añadimos lo trágico del tipo de muerte, podríamos hablar de un proceso de duelo traumático, en el que la elaboración es más compleja y, en muchos casos, puede llegar a ser crónica.


Un proceso de duelo traumático, suele darse ante experiencias inesperadas y súbitas, que generan una sensación de irrealidad en los dolientes ante lo que están viviendo, provocando un bloqueo mental o lo que se podría conocer también como “estado de shock”. Esto puede provocar estados de ansiedad aguda (taquicardias, sensación de opresión en el pecho, dificultad para respirar, falta de aire, sensación de nudo en la garganta o en el estómago, cefaleas, cambios de humor) o ataques de pánico, ante el colapso de información racional y emocional al que se expone al doliente, así como la negación de la muerte hasta la visualización del cuerpo. La asimilación de una pérdida de forma inesperada y trágica requiere un proceso de adaptación cognitiva para procesar la nueva información, de ahí los bloqueos y colapsos emocionales cuando los datos que reciben los dolientes sobrepasan su capacidad de asimilación. Ante una muerte repentina, los dolientes no tienen la posibilidad de prepararse y anticiparse a la posibilidad de pérdida, así como de despedirse, dificultando la aceptación e integración del proceso de duelo.


En muchos casos, suele darse en familiares de las víctimas una sensación de injustica que incrementa el dolor que se padece, pudiendo provocar cuadros de estrés postraumático, con reexperimentación de la vivencia traumática y recuerdos intrusivos, conductas de evitación relacionados con la pérdida o con el suceso que la provocó, estados emocionales negativos prolongados en el tiempo, estado de alerta o hipervigilancia (sobresaltos, irritabilidad o agresividad) y síntomas disociativos (momentos de desconexión entre las emociones, los recuerdos y sentido de propia identidad).


La variabilidad de emociones que podrían darse en estos procesos es muy amplia: sentimiento de culpa por que el ser querido haya muerte y el propio doliente siga con vida (esto suele darse cuando la experiencia trágica es, o pudo ser, compartida) o por haber dejado ir a la persona al lugar donde ocurrió el evento (el doliente se responsabiliza de la muerte). Rabia, impotencia o frustración por que se haya dado la muerte y sentir que no se ha podido hacer nada por evitarlo (de nuevo, autoresponsabilización desde la culpa y la búsqueda de control ante la ausencia de respuesta de un sentido a lo acontecido) o por la responsabilización de terceras personas por haber provocado directa o indirectamente el evento trágico. La tristeza ocupa un papel principal en estos procesos dado que el dolor de la pérdida suele ser tan intenso que sobrepasa al propio entendimiento de la razón.


Ante una experiencia de esta magnitud, los recursos personales y sociales de los dolientes, conocidos como “factores de protección” ocupan un papel fundamental, pues pueden favorecer la elaboración funcional del proceso de duelo: capacidad de afrontamiento, espiritualidad, apoyo familiar y social, duelos resueltos con anterioridad, regulación emocional. Un factor importante en cualquier proceso de duelo, y aun más en casos extremos como el que tratamos, es el de los rituales tras la pérdida. Se ha podido ver en los medios de comunicación como se han formado pequeños altares con flores y velas frente a la zona del incendio y como, entorno a ello, tanto dolientes directos como personas que han empatizado con esta pérdida, han dedicado palabras de consuelo y apoyo, rezos o minutos de silencio como muestra de respeto a las víctimas. Independientemente de la religiosidad de cada persona, la ritualización de los duelos facilita la elaboración pues ayuda a que, de forma progresiva, los dolientes integren la pérdida, reciban apoyo social y canalicen sus estados emocionales.


Es importante resaltar que, ante estas pérdidas tan trágicas, los primeros auxilios psicológicos son de especial relevancia, ya que permiten que los dolientes reciban la información justa y necesaria sobre la muerte de sus seres queridos para no aportar más dolor del que ya hay y para que puedan realizar los trámites necesarios a la vez que canalizan el dolor. La Unidad de Atención Psico-Social de Emergencias (UPSE) de la Región de Murcia ha realizado, en este caso, un servicio encomiable, colaborando durante días en todo este desafortunado y desagradable episodio por el que están pasando amigos y familiares de las víctimas. Con este artículo brindo un especial agradecimiento para todo el equipo.


A modo de conclusión, me gustaría resaltar el apoyo y acompañamiento que los dolientes de las víctimas requieren en el presente y necesitarán en adelante para la funcional elaboración de sus procesos de duelo, partiendo de la premisa de lo difícil y duro de sus particulares transiciones, dado lo trágico del evento. La patologización o no hacía un duelo traumático dependerá de muy diversos factores, aunque la atención social y psicológica de estas personas serán en lo sucesivo, sin duda, elementos clave.



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